Posicionamiento de México SOS ante la aprobación de la Ley de Seguridad Interior

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El día de hoy, 15 de diciembre de 2017, fue aprobada la Ley de Seguridad Interior (LSI) que regulará la intervención de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior en el país; misma que fue enviada de inmediato al Presidente de la República, con objeto de que ésta entre en vigor cuando sea publicada en el Diario Oficial de la Federación.

Ante las diversas expresiones sociales que se oponían a su aprobación, al considerar que la Ley de Seguridad Interior constituye un punto de entrada a la militarización del país, que vulnerará los derechos humanos y libertades constitucionales con que contamos todos los mexicanos al criminalizar la protesta social o que vulneraría la soberanía de los estados de la República al otorgarle facultades discrecionales al Jefe del Ejecutivo para que pueda enviar discrecionalmente a las Fuerzas Armadas para atender y contener riesgos y amenazas a la seguridad interior, entre otras cosas.

Por tal razón, y al considerar un imperativo ético y de apoyo irrestricto a la institucionalidad y el papel que han venido desempeñando nuestras Fuerzas Armadas, no sólo en el combate eficaz al crimen organizado durante más de una década, sino en la regulación del control de armas, fuegos y explosivos dentro del país, en el ejercicio de sus funciones de policía marítima y guardia costera, en la custodia de paquetes electorales durante las elecciones, en la custodia de instalaciones estratégicas, en el auxilio de la población civil en casos de desastres o emergencias.

México SOS expresa su beneplácito por la aprobación de la LSI, al considerar que con ello se cumple una sentida demanda de nuestras fuerzas armadas y se fortalece al Estado Mexicano al dotarlo de un marco legal, con dimensiones específicas para la realización de la función genérica de seguridad nacional.

¿Qué busca la Ley de Seguridad Interior?

Sobran evidencias para dar cuenta de que México vive tiempos sombríos y que esta situación no es de ahora, sino que se ha ido gestando, profundizando y diversificando –en sus causas y efectos– desde hace más de una década.

En sus efectos generales, podemos decir que estamos inmersos en una dinámica social, económica, cultural y política marcada por altos índices de violencia, inseguridad y delincuencia focalizada, a los que se suma la inconformidad de amplios sectores sociales de nuestro país.

Y si a ello le agregamos la falta de alternativas de desarrollo social y económico, la situación se traduce en pesadumbre, malestar, pérdida de esperanza y franco malestar de amplios sectores de la población; quienes en su inmensa mayoría luchan y trabajan para alcanzar un mejor destino y no lo pueden lograr por causas que muchas veces son atribuibles a la corrupción, indolencia, impunidad e ineficacia de algunos gobiernos locales e instituciones, quienes han sido incapaces de atender y solucionar las necesidades más sentidas de la sociedad y de revertir la criminal violencia desencadenada por la delincuencia organizada y común, que nos despoja de nuestros bienes, nos agrede, amenaza, secuestra, extorsiona, asesina y restringe los espacios de movilidad que tenemos en las calles, colonias, comunidades, municipios y estados del país.

Las dimensión de las actividades desarrolladas por estos flagelos se ha traducido en una amenaza para la seguridad nacional; no sólo porque muchos cárteles del narcotráfico y sus grupos delictivos se encuentran vinculados a otros de su tipo, cuyos ámbitos de acción comprenden y/o abarcan territorios y regiones de jurisdicción internacional para el desarrollo de sus actividades delictivas, sino porque también controlan la gran mayoría de las cadenas productivas de narcóticos ilegales en el continente, ejercen el control hegemónico de la trata de personas, del tráfico de armas, de la industria del secuestro y la extorsión, de la falsificación y piratería de productos farmacéuticos, consumibles, artículos de lujo, de propiedad intelectual y el lavado de dinero. Condición que les ha permitido experimentar un crecimiento exponencial de sus actividades y ganancias que los ha llevado a tener una presencia muy significativa en la vida económica, política, social y cultural en la región continental de América Latina.

Ante la magnitud de estos aberrantes hechos, los innegables déficits de eficacia con que han operado muchas de nuestras instituciones de seguridad, de inteligencia, policiales y de procuración de justicia, el Estado optó por recurrir al uso de las fuerzas armadas para enfrentar la situación, propiciando que gradualmente se hayan ocupado de muchas de las tareas que institucionalmente le corresponden cumplir a las corporaciones policiales (municipales, estatales y federales) hasta el grado de sustituirlas; cosechando notables resultados, simpatías y reconocimientos de la población, quienes de manera ininterrumpida le han otorgado a la Marina y el Ejército las mejores calificaciones en confianza institucional.

Sin embargo, dichas instituciones también se han visto envueltas en situaciones delicadas que involucran violaciones a los derechos humanos, algunos de sus integrantes se han visto inmiscuidos en actos de corrupción y vinculados a la delincuencia organizada, vulnerando su imagen y prestigio institucional; situación que ha despertado malestar entre sus órganos de dirección, quienes con justificada razón han argüido que las fuerzas armadas no fueron instituidas para patrullar las calles y enfrentar a la delincuencia común y organizada, sino para enfrentar y aniquilar a los enemigos de la nación, además de auxiliar a la población en casos de contingencias naturales.

No obstante, y a pesar del golpeteo, tanto las tropas como sus comandantes han mantenido su lealtad e institucionalidad, limitándose a demandar que se les provea de mecanismos legales que le brinden certeza a su participación en las labores de seguridad pública y combate al narcotráfico y crimen organizado.



     
   
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